Más de una hora inquieto,
tratando de encontrarla por las calles, apostado
en sitios estratégicos —esquinas
en teoría casi inevitables, húmedos
bares de tres al cuarto, paradas
de autobuses… qué se yo—
y ahora,
ahora estaba ahí,
tranquila,
tan campante, guapísima, del otro
lado del cristal.
La había visto
de lejos —de muy lejos
diría,
para estos ojos miopes con que ando—
Ahí está
ahí está, pensé,
y se agitó mi espíritu lo mismo
que se agitan las aguas tristes de los lagos
con la brisa de otoño.
Era el momento,
esa ocasión que ni pintiparada, única: bastaría
con empujar la puerta,
mentir
un simple encuentro fortuito,
entrarle al quite, buenos
días caramba, vaya una
feliz casualidad, y todo hecho,
todo;
y luego, ya se sabe, cada uno
debe tener su arte de enrollarse, su ars
amandi, como ya dijo Ovidio.
Era el momento
sí.
Pero pasé de largo
igual que un apestado, como un perro
con pulgas
y el rabo bien metido entre las patas,
jadeando,
sin osar tan siquiera echarle una mirada de reojo:
apijotado, vamos.
Pasé de largo
como las aves pasan en los cielos
y el sol sobre los días
y las flores
que quieren reposar en sus cabellos
y morirse en sus manos,
y no saben.