En el principio, sin versos ni rima,
cuando el silencio gobernaba el aire,
nació un susurro, leve, sin cesar,
que en la penumbra empezó a danzar.
Era un murmullo de hojas y viento,
un canto tímido en el firmamento,
una chispa de luz en la oscuridad,
la semilla de toda humanidad.
No había reglas ni estructuras fijas,
ni métrica que el alma aprisionara,
solo un deseo de expresar el mundo,
de contar los secretos más profundos.
Las palabras, libres, como aves al vuelo,
se unieron en un abrazo sin miedo,
y de ese encuentro mágico y eterno
nació el primer poema del universo.
Hablaba de estrellas y de mariposas,
de ríos que susurran cosas hermosas,
de un sol que besa la mañana tierna,
y de la luna, guardiana de la noche eterna.
Cada estrofa, un latido del cosmos,
cada verso, un eco de lo profundo,
y en el corazón de aquel poema inicial
la esencia pura de lo universal.
Así, en el principio, sin forma ni nombre,
en un rincón secreto del tiempo y el espacio,
nació el arte de tejer palabras en oro,
y el primer poema halló su trono.