En la vastedad de la noche oscura,
se alza un eco sutil de soledad,
que envuelve el alma con su manto frío,
y a la tristeza invita a descansar.
En el silencio de la habitación vacía,
se escuchan susurros de melancolía,
un suspiro que se pierde en la nada,
mientras el corazón anhela compañía.
La soledad, amiga y enemiga a la vez,
nos sumerge en pensamientos profundos,
nos hace reflexionar sobre la existencia,
y encontrar en nosotros mismos el mundo.
En la quietud de la noche estrellada,
la soledad se convierte en poesía,
y en cada verso surge un destello,
de la belleza que habita en la melancolía.
Pero en la soledad también hay fuerza,
un espacio para el encuentro interior,
donde el alma se fortalece y crece,
y se descubren los tesoros del amor.
La soledad, a veces, nos lastima y duele,
nos hace sentir pequeños e indefensos,
pero también nos enseña a ser valientes,
a encontrar en nosotros mismos consuelo intenso.
Así, en los momentos de profunda soledad,
recordemos que somos dueños de nuestro ser,
y que en el abrazo del silencio y la calma,
podemos encontrar la paz y renacer.
La soledad no es un destino perpetuo,
sino un instante para reflexionar,
para luego volver a los brazos del mundo,
y con fuerza y alegría nuevamente brillar.
Entonces, abracemos la soledad cuando llegue,
y en su abrazo, encontremos la verdad,
pues solo desde la oscuridad más profunda,
podemos encontrar la luz de nuestra realidad.