En el umbral de un instante perpetuo,
donde el tiempo se disuelve en un suspiro,
se alza la figura de la espera, silenciosa y firme,
como un guardián en la penumbra del anhelo.
Las horas, en su lento y constante avanzar,
tejen hilos invisibles de incertidumbre,
y cada tic-tac resuena en el eco profundo
de un corazón que palpita en la quietud.
La espera, con su manto de paciencia,
abraza la esperanza y el desasosiego,
dos caras de una misma moneda,
jugando en la frontera difusa del deseo.
En el laberinto de pensamientos errantes,
navegan sueños de futuros posibles,
y la mente, en su danza incansable,
construye y desmantela castillos de cristal.
Pero la espera no es inerte ni vana,
es el crisol donde se forjan los sueños,
un espacio de reflexión y crecimiento,
donde el alma se encuentra a sí misma.
Así, en la calma de este tiempo suspendido,
se halla la belleza de lo impredecible,
y en el susurro de lo que está por venir,
la promesa de un mañana revelado.
Y cuando finalmente se disipa el velo
de la espera, y la realidad se hace presente,
se comprende que en ese interludio silencioso,
se cultivaron las semillas de un destino nuevo.