En el despertar del amanecer,
cuando el sol se alza en su esplendor,
la alegría de vivir comienza a florecer,
en cada latido, en cada aliento, en cada rincón.
El corazón se llena de júbilo y emoción,
las penas se desvanecen sin dejar rastro,
la vida se convierte en una bendición,
y el mundo se vuelve un lugar mágico.
En los campos de flores multicolores,
la alegría danza al compás del viento,
los pájaros trinan melodías de colores,
y todo parece estar en perfecto movimiento.
Las risas se contagian como una canción,
los abrazos se convierten en arte,
cada momento se vive con pasión,
y la tristeza no encuentra un lugar aparte.
La alegría se refleja en los ojos,
que brillan con luz propia y resplandor,
el alma se eleva, rompe sus cerrojos,
y se sumerge en la felicidad sin temor.
En el encuentro con seres queridos,
en la simpleza de los detalles cotidianos,
la alegría se nutre de esos latidos,
y transforma los días en momentos más humanos.
La alegría de vivir es un regalo divino,
un susurro del universo que nos envuelve,
nos invita a amar, a soñar, a ser genuinos,
nos enseña en cada instante que hay que vivirlo.
Entonces, abraza la vida con gratitud,
y deja que la alegría fluya sin cesar,
siente cómo cada día es una plenitud,
y descubre el gozo de existir y amar.
La alegría de vivir es un tesoro invaluable,
un faro que ilumina nuestro caminar,
enciende tu corazón, sé inquebrantable,
y deja que la alegría sea tu eterno palpitar.
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