de aquella tibia calle con naranjos.
A mi encuentro venía lentamente,
como si no quisiera llegar nunca
o buscara quién sabe qué misterio.
Por fin llegó a mi altura y se detuvo
-justo cuando esperaba su pregunta
con ese rubio acento de ojos claros
que tienen las muchachas extranjeras-
a coger unas flores de azahar,
hasta entonces tan lejos, de tan cerca.
Después siguió despacio su paseo
sin mirarme siquiera, en sus asuntos.
Y me alejé sabiendo que yo supe
por ella que volvió la primavera.