Hay una casa al final del sendero,
más allá del crepúsculo y la sombra,
allí donde el viento calla su lamento
y la luna se oculta entre la niebla.
Sus muros, antiguos como el tiempo,
son de un silencio denso y frío,
piedras que guardan secretos de siglos,
susurrando historias al olvido.
Sus puertas, cerradas con llaves de sombras,
no se abren con manos mortales;
solo aquellos que buscan respuestas
se atreven a cruzar sus umbrales.
En sus ventanas, el vidrio empañado
refleja memorias ya desvanecidas,
fantasmas de vidas que un día soñaron,
esperando un despertar en la bruma.
Dentro, los pasillos serpentean oscuros,
como pensamientos sin dirección,
con ecos de risas que ya no se escuchan
y lágrimas secas sin redención.
Hay sillas vacías alrededor de una mesa,
donde el polvo se posa en eterna vigilia,
esperando a aquellos que ya no regresan
del viaje sin retorno hacia la orilla.
La casa del más allá es un faro perdido,
en un mar sin estrellas ni puertos,
un refugio para almas errantes
que buscan consuelo en sus recuerdos.
Es un lugar donde el tiempo no existe,
donde la vida se encuentra con lo eterno,
una morada que invita al viajero
a contemplar lo desconocido y lo incierto.
Pero, ¿quién se atreve a cruzar el umbral
cuando el corazón aún late con fuerza?
La casa del más allá nos llama en susurros,
mas solo entran los que llegan en paz.
Porque en sus rincones, entre sombras y polvo,
descansa la verdad del destino final,
que no es el fin, ni es el olvido,
sino un comienzo en el silencio total.