En la estación de la medianoche,
donde los relojes se duermen,
espera un tren sin destino fijo,
sin rutas, sin horarios, ni órdenes.
Sus vagones están hechos de niebla,
de recuerdos y susurros perdidos,
y en sus asientos de terciopelo,
se sientan anhelos y olvidos.
Con un silbido suave despega,
entre estrellas que alumbran el cielo,
sus ruedas giran sobre rieles
de deseos que nunca se fueron.
Cada ventana, un portal abierto
a paisajes de sueños sin fin,
a playas doradas, a bosques ocultos,
a mundos que viven solo en ti.
Viajeros de todas las edades,
que cargan en sus bolsillos rotos,
un puñado de sueños quebrados
y otros tantos que son solo esbozos.
Niños que sueñan con volar,
ancianos que añoran su pasado,
amantes que buscan reencontrarse
en un abrazo largamente añorado.
El tren se desliza en silencio,
en un viaje que nunca termina,
pues en cada estación y en cada parada,
se nutre de nuevas fantasías.
Y así, mientras todos dormimos,
el Tren de los Sueños avanza,
llevando en su humo los ecos
de una vida llena de esperanza.