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martes, 25 de febrero de 2014

A la muerte de Rubén Darío



Si era toda en tu verso la armonía del mundo, 
¿dónde fuiste, Darío, la armonía a buscar? 
Jardinero de Hesperia, ruiseñor de los mares, 
corazón asombrado de la música astral, 

¿te ha llevado Dionysos de su mano al infierno 
y con las nuevas rosas triunfantes volverás? 
¿Te han herido buscando la soñada Florida, 
la fuente de la eterna juventud, capitán? 

Que en esta lengua madre la clara historia quede; 
corazones de todas las Españas, llorad. 
Rubén Darío ha muerto en sus tierras de Oro, 
esta nueva nos vino atravesando el mar. 

Pongamos, españoles, en un severo mármol, 
su nombre, flauta y lira, y una inscripción no más: 
Nadie esta lira pulse, si no es el mismo Apolo, 
nadie esta flauta suene, si no es el mismo Pan.


Antonio Machado

A orillas del Duero



Mediaba el mes de julio. Era un hermoso día. 
Yo, solo, por las quiebras del pedregal subía, 
buscando los recodos de sombra, lentamente. 
A trechos me paraba para enjugar mi frente 
y dar algún respiro al pecho jadeante; 
o bien, ahincando el paso, el cuerpo hacia adelante 
y hacia la mano diestra vencido y apoyado 
en un bastón, a guisa de pastoril cayado, 
trepaba por los cerros que habitan las rapaces 
aves de altura, hollando las hierbas montaraces 
de fuerte olor ?romero, tomillo, salvia, espliego?. 
Sobre los agrios campos caía un sol de fuego. 
Un buitre de anchas alas con majestuoso vuelo 
cruzaba solitario el puro azul del cielo. 
Yo divisaba, lejos, un monte alto y agudo, 
y una redonda loma cual recamado escudo, 
y cárdenos alcores sobre la parda tierra 
?harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra?, 
las serrezuelas calvas por donde tuerce el Duero 
para formar la corva ballesta de un arquero 
en torno a Soria. ?Soria es una barbacana, 
hacia Aragón, que tiene la torre castellana?. 
Veía el horizonte cerrado por colinas 
oscuras, coronadas de robles y de encinas; 
desnudos peñascales, algún humilde prado 
donde el merino pace y el toro, arrodillado 
sobre la hierba, rumia; las márgenes de río 
lucir sus verdes álamos al claro sol de estío, 
y, silenciosamente, lejanos pasajeros, 
¡tan diminutos! ?carros, jinetes y arrieros?, 
cruzar el largo puente, y bajo las arcadas 
de piedra ensombrecerse las aguas plateadas 
del Duero. 
El Duero cruza el corazón de roble 
de Iberia y de Castilla. 
¡Oh, tierra triste y noble, 
la de los altos llanos y yermos y roquedas, 
de campos sin arados, regatos ni arboledas; 
decrépitas ciudades, caminos sin mesones, 
y atónitos palurdos sin danzas ni canciones 
que aún van, abandonando el mortecino hogar, 
como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar! 
Castilla miserable, ayer dominadora, 
envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora. 
¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada 
recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada? 
Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira; 
cambian la mar y el monte y el ojo que los mira. 
¿Pasó? Sobre sus campos aún el fantasma yerta 
de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra. 
La madre en otro tiempo fecunda en capitanes, 
madrastra es hoy apenas de humildes ganapanes. 
Castilla no es aquella tan generosa un día, 
cuando Myo Cid Rodrigo el de Vivar volvía, 
ufano de su nueva fortuna, y su opulencia, 
a regalar a Alfonso los huertos de Valencia; 
o que, tras la aventura que acreditó sus bríos, 
pedía la conquista de los inmensos ríos 
indianos a la corte, la madre de soldados, 
guerreros y adalides que han de tornar, cargados 
de plata y oro, a España, en regios galeones, 
para la presa cuervos, para la lid leones. 
Filósofos nutridos de sopa de convento 
contemplan impasibles el amplio firmamento; 
y si les llega en sueños, como un rumor distante, 
clamor de mercaderes de muelles de Levante, 
no acudirán siquiera a preguntar ¿qué pasa? 
Y ya la guerra ha abierto las puertas de su casa. 
Castilla miserable, ayer dominadora, 
envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora. 
El sol va declinando. De la ciudad lejana 
me llega un armonioso tañido de campana 
?ya irán a su rosario las enlutadas viejas?. 
De entre las peñas salen dos lindas comadrejas; 
me miran y se alejan, huyendo, y aparecen 
de nuevo, ¡tan curiosas!... Los campos se obscurecen. 
Hacia el camino blanco está el mesón abierto 
al campo ensombrecido y al pedregal desierto.


Antonio Machado