Me acerqué a la terraza después del fuerte amor
y contemplé de nuevo la habitación a oscuras. El cuerpo luminoso de Sigrun sobre vencidas sábanas y su indolente y roja cabellera resbalando dormida hacia la alfombra. Aspiré en la rotunda madrugada aquel dulce cansancio que me reconciliaba con la vida. El aliento dejaba rostros fugaces de humo y un viento enloquecido los penetraba deshaciéndolos. Con un fondo de hielos y volcanes guardaba Reykjavik la inquietud de su otoño. Era ya la frontera de la noche o la mañana. Aquella oscuridad neblinosa tuvo un temblor, un brusco sobresalto, no el viento que arreciaba, ni el duro helado mar, fue el nacimiento de otra luz. Una luz que jamás había visto. Inmensas franjas blancas emergían de un delta prodigioso, solemne. Su anchura recorrió el firmamento. Aluviones de bríos luminosos invadían las ramas de los aires. Colores fulminantes atándome a su vértigo. Silenciosos clamores de luz verde. Se abrían los azules y amarillos llenos de plenitud, crecía un fulvia de oro, el violeta imposible, el naranja feliz, ocres de fuego y ámbar, veloces, legendarios, y el celeste y el níveo y el de luz con más luz. De pronto el colorido inabarcable pareció detener su cósmica alegría, el frío lo tornó inmóvil, lo apresó en su invisible cárcel y cuerpo dio su luz. Intensoso ojos de hielo nacieron en las brumas, pentagramas, velámenes, banderas, ascuas y flores de la luz cerrada navegando en la altura, encendiendo las bóvedas sin fin. Han pasado los años tan veloces y lentos. Quizá la mayor parte de lo que ya he vivido sólo sea experiencia repetida perdiéndose en mi ser y su memoria; mas, sin embargo, nunca he olvidado la dormida sonrisa de Sigrun despertándose ante la aurora boreal de Islandia. |
domingo, 14 de agosto de 2011
AURORA BOREAL EN ISLANDIA
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