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domingo, 14 de agosto de 2011

AURORA BOREAL EN ISLANDIA




Me acerqué a la terraza después del fuerte amor
y contemplé de nuevo la habitación a oscuras.
El cuerpo luminoso de Sigrun
sobre vencidas sábanas
y su indolente y roja cabellera
resbalando dormida hacia la alfombra.
Aspiré en la rotunda madrugada
aquel dulce cansancio que me reconciliaba con la vida.
El aliento dejaba rostros fugaces de humo
y un viento enloquecido los penetraba deshaciéndolos.

Con un fondo de hielos y volcanes
guardaba Reykjavik la inquietud de su otoño.
Era ya la frontera de la noche o la mañana.
Aquella oscuridad neblinosa
tuvo un temblor, un brusco sobresalto,
no el viento que arreciaba, ni el duro helado mar,
fue el nacimiento de otra luz.
Una luz que jamás había visto.

Inmensas franjas blancas emergían de un delta
prodigioso, solemne.
Su anchura recorrió el firmamento.
Aluviones de bríos luminosos
invadían las ramas de los aires.

Colores fulminantes atándome a su vértigo.
Silenciosos clamores de luz verde.
Se abrían los azules y amarillos
llenos de plenitud, crecía un fulvia de oro,
el violeta imposible, el naranja feliz,
ocres de fuego y ámbar, veloces, legendarios,
y el celeste y el níveo y el de luz con más luz.

De pronto el colorido inabarcable
pareció detener su cósmica alegría,
el frío lo tornó inmóvil, lo apresó
en su invisible cárcel y cuerpo dio su luz.
Intensoso ojos de hielo nacieron en las brumas,
pentagramas, velámenes, banderas,
ascuas y flores de la luz cerrada
navegando en la altura,
encendiendo las bóvedas sin fin.

Han pasado los años tan veloces y lentos.
Quizá la mayor parte de lo que ya he vivido
sólo sea experiencia repetida
perdiéndose en mi ser y su memoria;
mas, sin embargo, nunca he olvidado
la dormida sonrisa de Sigrun despertándose
ante la aurora boreal de Islandia.

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