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martes, 13 de septiembre de 2011

Saludo al amigo





No es que a veces me olvide,
sólo que hoy te recuerdo más,
y no resisto a la vieja costumbre de saludarte;
decirte por ejemplo que aquí estoy,
con mis castillos de arena intactos
(cuando sopla fuerte el viento, uno sopla más);
con dos hijos que crecen como el abrazo
que guardo en el pecho desde aquel día;
que nadie ha borrado tu nombre
y sigue habiendo una silla
con las formas de tu cuerpo y tu calor.
(Si alguien dijera que no estás, ¿qué probaría?
Puede más tu voz, como una herida que no tiene cura).
Para cuando vuelvas
-en un cuarto del mundo-
se encenderá otra vez la mesa
para reanudar la charla que dejamos inconclusa:
ambos nos miraremos desde ventanas abiertas.
No falta mucho: al irte, no dijiste adios.

Serenidad

Amo la serenidad de ciertas horas,
polvo de eternidad,
taciturna belleza que hay en ciertas tardes
que duermen como niño en su cuna.

No hay símbolos,
sólo voces que suben a la ventana
y comentan su oficio de orfebrería,
de tierra removida bajo la semilla del cielo.
Bebo a pequeños sorbos la reiteración de la brisa
y siento pasar por mis dedos el tiempo,
como cuentas de un rosario.
Hasta que la noche
cae a mis pies como pájaro ciego.


Cuando muchacho






Cuando muchacho
me detenía a soñar
en el cuarto más oscuro de la casa
desde donde, los ruidos cotidianos,
se oían casi como una llovizna.
Ellos eran los únicos reales.
Yo lo sabía, pero igual soñaba.

Todos aspiramos a una porción de humo,
a un trozo de piel en donde guarecernos.

He aprendido mucho...
y sigo ignorando tantas cosas como entonces.

Ahora ya no soy yo,
me ha ganado el otro;
y aquél que fui
mira
a éste que soy
con extrañeza:
piensa que ni el gusto por los sueños le ha dejado