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miércoles, 18 de enero de 2012

Las brujas



Siniestras, torvas, misteriosas brujas,
negros fantasmas de la medianoche,
¿qué estáis haciendo?
Macbeth

Como aves de rapiña que bajan con las garras abiertas
y se elevan de nuevo
con la rabia de llevarse
nada más que un puñado de polvo
pedazos de yerbas secas
así levantamos nuestras cabezas
las plumas sobre los ojos

Resbalamos de colina en colina como globos
tocando las ramas altas
y contemplamos cómo las ciudades antiguas
sólo dejaron sus ruinas

Nadie puede prohibirle a nuestras sombras que pasen
sobre las cosas que encuentran
sin tropezarlas
apenas dando con sus manchas
sobre las torres

Somos las brujas

Nos deslizamos en el fuego
que hemos levantado de las rocas

Nuestras plumas son duras y grises

Mientras movemos las enormes alas
acurrucadas en los follajes
quebrando sus ramas
comiendo de sus hojas
hablamos a las arenas que no tienen sitio
sino que ruedan
en las paredes blancas de la niebla

Volamos
las alas cerradas
sobre estos campos muertos
lluviosos.




   


El arlequín de Picasso



La ternura
de carne azul. Los ojos
dos gotas del Vacío,
concretas, implorantes
que cayeron,
vivieron en un rostro y se quedaron.

Aureola malva de tristeza tierna,
el desamparo añil.
Arriba hay una estrella plativerde
que se diluye entre la brisa dura,
violácea y táctil
de la compasión.
La estrella se diluye, mientras, alguien
se queda inmóvil, para siempre inmóvil
con gesto congelado.
No se atrevió por nunca
a salir a la danza,
preparado,
se heló el gesto: mira al absoluto.
Forman ángulo obtuso sus dos brazos.

Planas las manos sosas, una al viento
deja flotar maciza, mansa, mansa...
y la otra cae entera,
mas en lance
de cortés timidez torpe recoge
con el denso pulgar la Indecisión,
que es un bonete pardo, casi negro.
La mano iba a caer,
mas se suspende
en un incierto instante...
En su boca se anida en suave trazo
la tristeza soñada
en un extraño trance de prevenida.
¡Ay, su rostro alargado
sin máscara ni arranque,
sólo una bondad-pena!

Arlequín, hijo mío,
hijo mío el más querido.
El que no quise yo jamás tener.
Detrás de las cortinas de Infinito
te adivino y te quiero.
No lo sabes tú bien con qué coraje
te quiero, con qué brío.
Y te mando mis lágrimas de noche.
En alguna alta noche de elegida
rajo en vislumbres el techo, que oprime
de gravedad telúrica
mi pecho y te entreveo;
mis ojos llameantes
pegados a sutiles cerraduras
de puertas-cielos...
A veces logro verte.
Y hasta veo una gota
de estrella derretida,
que corre hacia tu boca dulcemente
y mi orgullo de madre se ilumina.
Hijo mío, el más querido,
el que no quise yo jamás tener.
¡Indefenso!, por siempre
escóndete, por siempre
entre las brumas de algún Infinito.

Bueno. ¡Hijo mío,
hasta cualquier noche!
Hasta la última noche,
que vendrás a buscarme de puntillas,
para no herir del todo
mi última soledad, yo bien conozco
el arrebato de tu delicadeza.