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miércoles, 21 de diciembre de 2011

Llanto mudo




En la altiva y vetusta catedral de Toledo,
en la puerta que se abre por el lado de Oriente,
he visto una cariátide que, al decir de la gente,
de un hereje famoso era vivo remedo.

Cuando la lluvia cae por entre el fino enredo
de los frisos que adornan esa mole imponente,
una gota resbala sobre la faz doliente
y, al llegar a los ojos, se detiene con miedo.

El sol, al levantarse en su marcha gloriosa,
en la muerta pupila, como lágrima viva,
hace brillar la gota que rodó silenciosa.

Y es así cómo ha siglos, sepultada entre yedra,
la cariátide aquélla, que del mundo se esquiva,
viene llorando a solas con sus ojos de piedra.

El idilio de la montaña





¿No has visto descender desde la altura
de la montaña, entre tupidas lianas,
dos fuentes de agua pura
que al llegar a la paz de la llanura
se buscan y se abrazan como hermanas?
Separadas nacieron, separadas
bajaron por los recios peñascales
como si en vez de alegres camaradas
se dijese que fueran dos rivales.


Pero la suerte quiso
que las dos se acercaran de improviso
al bajar por las ásperas pendientes,
y al hallarse tan cerca sus corrientes
descorrieron el velo de sus brumas,
y al verse, sonrieron
y algo muy en secreto se dijeron
en la armoniosa voz de sus espumas.


Así empieza la lucha desde lo alto
de la montaña que el idilio ampara;
si las acerca un salto
otro salto más luego las separa,
así fueron bajando de la altura
buscándose y huyendo,
suspirando unas veces y otras riendo
hasta encontrar la paz de la llanura.


Y al llegar a la vega que sonriente
como un lecho magnífico se abría
se enlazaron las dos eternamente
bajo la hermosa claridad del día;
así son nuestras almas: lentamente
la tuya irá acercándose a la mía!